martes, 9 de septiembre de 2008

Recuerdos de Urdinarrain.

Corrió remontando el pasillo, las manitos rozando las paredes. El frío mosaico en damero, daba alivio a sus pequeños pies desnudos y besaba, cada tanto, la puntilla del camisón de algodón. Al final de aquel pasillo estaba el cuartito de arriba, no porque estuviera elevado; era una manera de decir de la abuela, de algún modo, el cuartito del fondo era el cuartito de arriba. Entraba en él sin interrumpir la carrera, y de un salto rebotaba sobre la amplia y antigua cama con colchón de resortes.

El cuartito de arriba era su preferido, era pequeño y estaba siempre reservado para ella. Además de la cama con cabezal de bronce, había en él una mesa con cajas de zapatos forradas con papeles de colores que contenían distintas cosas: perfumes, documentos, fotos, hilos, llaves, había una para cada cosa, y enfrente, junto al ventanal, un ropero, también antiguo, con un enorme espejo repujado. Frente a aquel espejo se pasaba horas, practicaba infinitas muecas, alargaba y acortaba el camisón, se probaba sombreros viejos, ejecutaba torpes pasos de baile en puntas de pie y diseñaba todo tipo de peinados. Cuando las cortinas de encaje se hinchaban con el viento a sus espaldas, ella soñaba que eran telones y la hora de la siesta se transformaba en noche de estreno; Hasta que las cigarras rompían el hechizo recordando con su canto, que eran las primeras horas de la tarde. El ventanal daba a un huerto semi abandonado que tenía un espantapájaros que a veces oficiaba de público, y a través de él también podía verse un camino rodeado de Paraísos, que conducía al molino, era hipnótico ver girar las aspas del molino y siempre se preguntaba cómo era posible que el molino pudiera transformar el viento en agua.

Sobre uno de los alambrados que dividían lo que era el jardín de la casa, del campo, alguien había apoyado una vieja montura, y sólo fue necesario encontrar un lampazo para convertirla en caballo, era bastante dificultoso montar un caballo en camisón y sin despertar a los demás, pero no imposible. A caballo se podía recorrer casi todo el campo de la abuela en apenas un rato.

Debajo de una de las galerías traseras había una tarima que había sido construida como andamio la última vez que se había pintado la casa, sólo juntando una naranjas y unas nueces del suelo, a modo de munición, era posible transformarlo en una fortaleza capaz de resistir los más duros embates del enemigo.

Disfrutaba enormemente comer mandarinas trepada al árbol, y desde allí, sentada en una rama, hostigaba a las hormigas con las semillas -cuando las hormigas no la hostigaban a ella-.
Generalmente el recorrido acababa en los escalones de la puerta de entrada a la cocina. Allí solía encontrarla su madre.

-¡Paola!, ¿Qué le pasó a tu camisón? - preguntaba todas las veces como si fuera la primera.
-Nada, ma -respondía yo- es que hacía mucho calor para dormir la siesta.